A Emilie el nivel de azúcar en sangre le había subido de manera increíble, de forma que creía que de un momento a otro explotaría. Desde que Dorian y Danny empezaron a salir, su amigo se empeñaba en quedar con ella todas las tardes.
“¿Hola? ¿No queréis intimidad?”, pensaba con ácida ironía. En realidad, estaba segura de que si Dorian le diese de lado por su nuevo novio, le sentaría muchísimo peor, pero el caso era quejarse… y lo sabía. Cualquier cosa era mejor que soportar los acaramelados momentos de la pareja, que se prolongaban durante horas, horas y más horas.
Todos los días comenzaban a ser exactamente iguales: universidad por la mañana, y a la tarde, quedar con Mickey y Minnie para aguantar sus empalagosidades dignas de una película de Disney. Paseaban, ellos de la mano, y ella guardando unas distancias que le permitiesen estar lejos y a la vez no parecer una marginada social; otras veces, pedían un café con nata en la tienda del centro y se sentaban en el paseo marítimo a pasar frío. Emilie, por mucho que intentase evitarlo, no podía aguantarse: siempre se le escapaba algún sarcástico comentario acerca del “invasor”, pero eran tan enrevesados que parecía incluso imposible que se le hubiesen ocurrido a ella. Estaba segura de que en ocasiones Danny se daba cuenta, llegado un punto extremo, por lo que se obligaba a parar y ofrecer la más radiante de sus sonrisas. Era asquerosamente encantadora.
Sin embargo, Dorian estaba tan sumido en su perfección que se encontraba completamente ciego. Emilie dudaba si regalarle un perro-guía o un bastón. Cualquiera de las dos cosas le sentaría bien. Todo lo hacía.
Le mataba aquella sonrisa de bobalicón que le había crecido en la cara. Era insoportable. Al llegar a casa, se escondía o bien en su cuarto, o bien en el jardín, y fumaba y fumaba hasta que se le acababan todos los cigarrillos. Pasaba las horas entre humos y penas, notando como se iba sumiendo en una profunda depresión.
También leía. Leía muchísimo, durante toda la noche, sin dormir ni cinco minutos. Ahora comenzaba a comprender aquello de lo que sus escritores noventayochistas favoritos no cesaban de escribir, a lo que dedicaban cientos y cientos de capítulos, uno tras otro: el hastío. Se sentía hastiada de lo que se suponía que era su vida. ¿Hasta ahí había llegado, al punto de no retorno? ¿Continuaría el camino o el callejón elegido no tenía salida? Como a todo ser humano, a Emilie se le antojaba que la existencia de más dudas que respuestas era uno de los sentidos más injustos de la vida.
Pronto, descubrió que Danny también era un aficionado lector. Se encontraban un día en la cafetería del puerto, el pequeño pero acogedor lugar al que solían acudir. Como era costumbre, se habían sentado en la mesa que les permitía ver la calle. Aquel día, como cualquier otro, paseaban frente a ellos decenas de personas, ajenas a la discusión que allí tenía lugar.
- La moraleja es clara – decía ella, una y otra vez.
- Yo no estaría tan seguro – replicaba Danny -; Hurtado es claramente estoico, aunque en el fondo no lo sepa. Su fugaz y feliz matrimonio con Lulú no es más que una farsa que demuestra que él es tan erróneo y humano como aquellos personajes a los que se dedica a criticar. No es el ejemplo a seguir, sino el antagonista.[1]
Había que admitir que el jodido cabrón era inteligente.
- Absolutamente todo lo contrario, ¡no has entendido para nada el mensaje! – se sulfuraba Emilie -. Nos demuestra que la vida es un continuo paseo de desengaños, que mientras te mantengas a distancia y observes la rosa desde lejos, no te clavarás la espina. Pero una vez lo hagas, estarás perdido. ¡Mira cómo acabó! ¡Y cómo acabaron todos por intentar vivir una irrealidad! ¡Todos muertos!
- Oye, ¿qué pasa, no tenéis vida social? – les interrumpió Dorian, divertido -. Está bien leer, ¡pero provocarme dolor de cabeza ya no es tan buena idea!
- Lo siento, cariño – le decía Danny, inclinándose a besarle.
Emilie bufó. Cuando ambos chicos la miraron, se excusó, alegando que tenía que marcharse ya.
Cuando salió por la puerta de la cafetería, dobló la esquina, y pasó al lado del cristal en cuyo otro lado había estado sentada. Notó la mirada de Danny sobre ella, y supo que sospechaba algo.
[1] Referencia a “El árbol de la ciencia” de Pío Baroja. En esta novela, el protagonista, Andrés Hurtado, se suicida ante el fuerte desengaño que le provoca la vida.
Me sigue encantando y agobiando esta chica (L)
ResponderEliminarQuin martiri, pobre Emilie. Em comença a fer por aquesta història, em temo que acabi fatal...
ResponderEliminarUna abraçada,
Josep
"mientras te mantengas a distancia y observes la rosa desde lejos, no te clavarás la espina" Me encanta esta frase... :)
ResponderEliminarPero sin embargo, pienso en lo dulce que a veces puede resultar la herida que te provoca examinar la flor con atención :)
Esa discusion filosofica ha estado muy acertada.
ResponderEliminarCada vez me gusta mas Emilie, no es justo! :(
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