miércoles, 6 de octubre de 2010

[19] Freddie


“No hay tiempo para nosotros, no hay sitio para nosotros.”

Freddie le susurraba al oído palabras de desaliento, lo cual aumentaba sus ganas de seguir en la cama durante el resto de su vida. La habitación estaba hecha un desastre: un olor inclasificable que dificultaba la respiración bailaba por el aire, en la mesilla los cigarros se amontonaban sin haber llegado a morir; CDs calzoncillos y demás objetos inanimados mutaban sobre la alfombra, mientras que sobre la cama, él abandonaba su cuerpo al olvido.

Si fuese interrogado en aquel instante, no habría sido capaz de sincerarse acerca del tiempo que llevaba ahí inerte, estático. Porque ni siquiera él estaba seguro. ¿Dos días? ¿Una semana? ¿La vida entera, quizás? Tampoco ardía en deseos de saberlo.

Mantenía los ojos cerrados, porque no era necesario abrirlos para que su mente reprodujese una y otra vez, sin descanso, la martirizadora imagen de la que había tenido que ser testigo. Como si de un disco rayado se tratase, los labios de Emilie besaban los de Dorian sin descanso alguno. Una vez. Y otra. Y otra más.

El disco continuaba in crescendo mientras notaba que algo nacía en su interior. “Pasé lo que pase, lo que dejaré en manos de la suerte…” Furia. Furia y rabia surgían de él, como si de curiosas criaturas que jamás han visto mundo se tratasen. Comenzó a apartar mechones pelirrojos de su cara hasta que le fue devuelta la vista. Freddie decía que no podía quedarse ahí parado, era hora de levantarse, de seguir adelante y tomar control de la situación, aunque por dentro no encontrase fuerzas para hacerlo. Era todo cuestión de saber maquillarlo.

Sus ojos verdes brillaron con malicia por un momento. De golpe alzó su cuerpo de la cama y se vistió en cuestión de segundos. El show debía continuar.


* * *

Como un tigre desafiando las leyes de la gravedad.

Así se sentía Victor, que caminaba a paso apresurado y ansioso calle abajo. Era ya de noche, aunque no especialmente tarde, por lo que aún podía verse gente por las aceras de Crisfield. No estaba seguro de lo que se disponía a hacer, y menos aún hacia qué dirección se dirigía, pero lo que ocurrió a continuación le dio una pista muy clara. Andaba sin pararse a mirar quién pasaba por su lado, por lo que cuando tropezó con aquel chico, fue incapaz de ubicarlo durante los primeros segundos.

- ¡Danny! – dijo al fin.

- ¡Victor! – exclamó él, con una sonrisa que no parecía forzada -. ¿Cómo tú por aquí? ¿Vas a ver a Emilie?

- No, no sé dónde está. ¿Y tú qué? – añadió -. ¿A por Dorian?

- ¡Ya me gustaría! – dijo Danny con un suspiro cómplice -. Llevo intentando contactar con él toda la tarde, pero no hay manera. Puede que estén los dos, ¿no crees? Quizás les hemos quitado mucho tiempo de estar juntos y quieran pasar algún tiempo solos. Me sentiría muy culpable si le quitase a Dorian tiempo de estar con sus amigos.

“Si tú supieras…”, pensaba Victor mientras. Entonces detuvo aquel pensamiento: ¿por qué no hacérselo saber? ¿O es que el pobre chico iba a vivir felizmente engañado desconociendo que su querido novio iba besando la propiedad de los demás? “Se merece la verdad”, pensó, intentando acallar esa voz en su cabeza que gritaba que aquello sólo era una estrategia más para acabar con Dorian. ¿Qué haría Freddie?

- Entonces – dijo Victor de pronto -, ¿Dorian no está en casa?

- Pues no, ya he pasado por allí y su madrastra Katherine me dijo que había salido.

- Ah, vale… bueno, pues ya nos veremos por ahí, tío. Suerte con tu búsqueda.

“Temedme.” Se alejó sin despedirse. Su cabeza no se podía quitar esas tres sílabas de encima. Los pasos de Victor marcaban el compás de su nerviosismo; no estaba aún muy seguro de si sería capaz de hacerlo. Sin embargo, y para su sorpresa, en media hora se vio a si mismo tocando a la puerta, esperando a que se abriese y pronunciando las palabras que había memorizado por el camino.

- Hola, buenas noches, ¿es usted Katherine?

- Sí, soy yo. ¿Qué ocurre?

- Vengo a hablarle de su hijastro – y sonriendo, entró, aunque sabía que quedaban muchas más cosas por hacer aquella noche.

* * *

Otro más que mordía el polvo.

Ya no había tiempo para arrepentirse, pero Victor no se arrepentía. Ya se encontraba de vuelta en casa, en la seguridad de su habitación, aunque demasiado expuesto al riesgo de sus fuertes sentimientos. Herido como se encontraba no había encontrado otra manera, pero de alguna forma tenía que justificar a todo el mundo y a sí mismo la causa de su egoísmo.

¿Qué había pasado? Nunca había sido celoso. Y ahora rozaba el límite de la locura por lo que sabía que nunca sería suyo. Sacudió la cabeza, como intentando quitarse esos pensamientos de la cabeza. De todas maneras, ya no había marcha atrás.

- De verdad – dijo su madre, que entraba en la habitación -, no sé cómo aún te funciona ese disco. Lo tienes puesto a todas horas.

Victor sonrió mientras recogía la caja del CD del suelo.

Absolute Greatest. Queen.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

[18] Condena





Cuando la puerta de la celda chirrió y se cerró tras ella, Emilie se prometió que no sentiría miedo.

- Si necesita algo, comuníquemelo – dijo la voz del guarda, que se iba alejando cada vez más. “Cobarde”, pensó Emilie.

La luz parpadeaba insegura, como si supiese perfectamente la celda de quién estaba iluminando, como si estuviese asustada de algo que llenaba la estancia de pánico e inseguridad. Emilie, sin embargo, avanzó sin miedo hasta la mesa y se sentó frente al pasado.

Él no había cambiado demasiado; seguía teniendo aquella pose de superioridad y arrogancia que ni siquiera en prisión había desaparecido. Mantenía, como había hecho siempre, su orgullo a través de su imagen, la cual podría ser perfectamente descrita como intimidante. La miraba con una media sonrisa, denotando confianza en sí mismo, quizás demasiada. Se le veía seguro y ajeno al hipotético daño que ella pudiese causarle.

- Hola, pequeña – saludó con fanfarronería. Emilie no contestó, simplemente se sentó y fijó en el su mirada. Durante unos segundos reinó el silencio en la habitación, mientras ella buscaba la mejor manera de arrojar la bomba -. ¿Qué te trae por aquí? ¿Has entrado en razón?

- Oh, por supuesto – Emilie sonrió con maldad. Un escalofrío recorrió la espalda de él mientras observaba los fríos y calculadores ojos de la muchacha, pero no le dio importancia; sólo era una cría. Emilie continuó -. Por supuesto que he entrado en razón. Y de verdad, que no tienes idea de cómo me arrepiento por no haberlo hecho antes.

- ¿Vas a soltarme, verdad? Ya era hora, preciosa – él sonreía, confiado.

- No lo entiendes – Emilie suspiró y añadió esas últimas palabras.

En aquel momento, tres guardas irrumpieron en la sala y tomaron al preso por la fuerza. Él la miró a los ojos de nuevo y, por fin, comprendió. Su mirada atravesó miles de emociones en un segundo, desde el terror inicial hasta la ira.

- ¡TÚ! – gritó, cada vez más enfurecido, mientras sacudía su cuerpo como si hubiese perdido la cabeza -. ¡Eres una…! – calló a mitad de la frase, pues no parecía encontrar palabras -. Igualita que ella… sois las dos iguales… impresentables, mentirosas, arpías… no tenéis corazón… no, no… ¡No lo tenéis! ¿Me oyes? ¡NO! – de pronto comenzó a reírse estrepitosamente -. ¿Así me agradecéis todo lo que he hecho por vosotras? ¿Ordenando mi muerte como si fuese la cena? Pero no pasa nada, quédate con la conciencia tranquila, que ya has hecho lo que querías, ¿no? Siempre quisiste verme muerto, veía como te guardabas todo ese odio y pensabas en matarme.
Querías hacerme pagar unos errores que no son míos. ¡Eres una asesina, podrías matar a cualquiera y no sentir nada! – seguía riendo como un loco, y sacudiéndose exageradamente, por lo que los guardas apretaron más aún y comenzaron a llevárselo a la sala contigua -. ¡No eres mejor que yo! ¡Tienes los ojos del diablo! ¡Quien no sepa verlo en ti estará acabado, todos los que se queden a tu lado terminarán muertos! ¡MUERTOS!

Emilie continuó su silencio, fingiendo que aquella maldición no había surgido efecto en su cabeza. La imagen de su madre muerta en el sillón acudió a su cabeza y por un segundo se preguntó si sería por ella… Mientras, los guardas terminaron de llevarse al loco de allí, y de pronto Emilie se encontró sola en la lúgubre estancia.

- Adiós, papá – murmuró casi para sí misma.

* * *

Salió de prisión sintiéndose liberada.

El pasado parecía haber muerto del todo, pero se sentía incómoda con aquella idea porque era macabramente literal. Sin embargo, ya era hora de dejarlo ir, y centrarse en el resto de sus problemas, que no eran pocos. Seguía manteniéndose vetada para Víctor y Dorian; el teléfono estaba apagado y pensaba dejarlo así hasta que llegase a Crisfield.

De pronto, se vio en Tejas, con cuatro horas libres de culpa y sin nada que hacer, por lo que se dedicó a callejear por todos aquellos lugares que ya tenía olvidados. Pronto llamó su atención el escaparate de una peluquería que ofertaba un cambio de imagen a un precio considerable – que en realidad no tenía ninguna importancia -. Sin pararse a pensar en lo que hacía, entró y pidió turno. Cuando se sentó en la silla, la peluquera se puso tras ella, y a través del espejo, le preguntó:

- Dime, ¿cuál es tu cambio? – dijo, con un marcado acento latinoamericano.

- ¿Mi cambio? – respondió ella, extrañada.

- Sí, tu cambio. En mi país creemos que estos cambios exteriores son una representación de un cambio interior.

- Oiga, yo sólo he venido aquí a que me…

- Sí, sí, lo sé – interrumpió la peluquera -. ¿Pero qué has hecho para desear un cambio? – Emilie resopló.

- He matado a mi padre.

La peluquera se rió, probablemente pensando que era un chiste, y se dispuso a lavarle el pelo.