miércoles, 15 de septiembre de 2010

[18] Condena





Cuando la puerta de la celda chirrió y se cerró tras ella, Emilie se prometió que no sentiría miedo.

- Si necesita algo, comuníquemelo – dijo la voz del guarda, que se iba alejando cada vez más. “Cobarde”, pensó Emilie.

La luz parpadeaba insegura, como si supiese perfectamente la celda de quién estaba iluminando, como si estuviese asustada de algo que llenaba la estancia de pánico e inseguridad. Emilie, sin embargo, avanzó sin miedo hasta la mesa y se sentó frente al pasado.

Él no había cambiado demasiado; seguía teniendo aquella pose de superioridad y arrogancia que ni siquiera en prisión había desaparecido. Mantenía, como había hecho siempre, su orgullo a través de su imagen, la cual podría ser perfectamente descrita como intimidante. La miraba con una media sonrisa, denotando confianza en sí mismo, quizás demasiada. Se le veía seguro y ajeno al hipotético daño que ella pudiese causarle.

- Hola, pequeña – saludó con fanfarronería. Emilie no contestó, simplemente se sentó y fijó en el su mirada. Durante unos segundos reinó el silencio en la habitación, mientras ella buscaba la mejor manera de arrojar la bomba -. ¿Qué te trae por aquí? ¿Has entrado en razón?

- Oh, por supuesto – Emilie sonrió con maldad. Un escalofrío recorrió la espalda de él mientras observaba los fríos y calculadores ojos de la muchacha, pero no le dio importancia; sólo era una cría. Emilie continuó -. Por supuesto que he entrado en razón. Y de verdad, que no tienes idea de cómo me arrepiento por no haberlo hecho antes.

- ¿Vas a soltarme, verdad? Ya era hora, preciosa – él sonreía, confiado.

- No lo entiendes – Emilie suspiró y añadió esas últimas palabras.

En aquel momento, tres guardas irrumpieron en la sala y tomaron al preso por la fuerza. Él la miró a los ojos de nuevo y, por fin, comprendió. Su mirada atravesó miles de emociones en un segundo, desde el terror inicial hasta la ira.

- ¡TÚ! – gritó, cada vez más enfurecido, mientras sacudía su cuerpo como si hubiese perdido la cabeza -. ¡Eres una…! – calló a mitad de la frase, pues no parecía encontrar palabras -. Igualita que ella… sois las dos iguales… impresentables, mentirosas, arpías… no tenéis corazón… no, no… ¡No lo tenéis! ¿Me oyes? ¡NO! – de pronto comenzó a reírse estrepitosamente -. ¿Así me agradecéis todo lo que he hecho por vosotras? ¿Ordenando mi muerte como si fuese la cena? Pero no pasa nada, quédate con la conciencia tranquila, que ya has hecho lo que querías, ¿no? Siempre quisiste verme muerto, veía como te guardabas todo ese odio y pensabas en matarme.
Querías hacerme pagar unos errores que no son míos. ¡Eres una asesina, podrías matar a cualquiera y no sentir nada! – seguía riendo como un loco, y sacudiéndose exageradamente, por lo que los guardas apretaron más aún y comenzaron a llevárselo a la sala contigua -. ¡No eres mejor que yo! ¡Tienes los ojos del diablo! ¡Quien no sepa verlo en ti estará acabado, todos los que se queden a tu lado terminarán muertos! ¡MUERTOS!

Emilie continuó su silencio, fingiendo que aquella maldición no había surgido efecto en su cabeza. La imagen de su madre muerta en el sillón acudió a su cabeza y por un segundo se preguntó si sería por ella… Mientras, los guardas terminaron de llevarse al loco de allí, y de pronto Emilie se encontró sola en la lúgubre estancia.

- Adiós, papá – murmuró casi para sí misma.

* * *

Salió de prisión sintiéndose liberada.

El pasado parecía haber muerto del todo, pero se sentía incómoda con aquella idea porque era macabramente literal. Sin embargo, ya era hora de dejarlo ir, y centrarse en el resto de sus problemas, que no eran pocos. Seguía manteniéndose vetada para Víctor y Dorian; el teléfono estaba apagado y pensaba dejarlo así hasta que llegase a Crisfield.

De pronto, se vio en Tejas, con cuatro horas libres de culpa y sin nada que hacer, por lo que se dedicó a callejear por todos aquellos lugares que ya tenía olvidados. Pronto llamó su atención el escaparate de una peluquería que ofertaba un cambio de imagen a un precio considerable – que en realidad no tenía ninguna importancia -. Sin pararse a pensar en lo que hacía, entró y pidió turno. Cuando se sentó en la silla, la peluquera se puso tras ella, y a través del espejo, le preguntó:

- Dime, ¿cuál es tu cambio? – dijo, con un marcado acento latinoamericano.

- ¿Mi cambio? – respondió ella, extrañada.

- Sí, tu cambio. En mi país creemos que estos cambios exteriores son una representación de un cambio interior.

- Oiga, yo sólo he venido aquí a que me…

- Sí, sí, lo sé – interrumpió la peluquera -. ¿Pero qué has hecho para desear un cambio? – Emilie resopló.

- He matado a mi padre.

La peluquera se rió, probablemente pensando que era un chiste, y se dispuso a lavarle el pelo.

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