miércoles, 8 de septiembre de 2010

[16] Cuando mueren las golondrinas




Parecía una broma de mal gusto.

Se sentía como si su vida fuese una serie de televisión, dedicada a dejarse llevar por el morbo, a desgraciar la vida de sus personajes hasta el límite: lo que hasta el momento había brillado con la fuerza del sol, ahora parecía una burda imitación. Sin haberlo visto venir, todo se había desmoronado, cual castillo de naipes expuesto al viento. Parecía mentira.

Había regresado a casa en su particular y feliz nube recién descubierta aquella mañana, ahora empañada por la extraña e inexplicable reacción de Dorian. Nada de todo aquello tenía sentido.

“Te amo, Emilie”

Aquellas palabras resonaban en su cabeza como un eco, taladrando hasta el más mínimo de sus pensamientos, sin dejarlos sobreponerse. No era posible. No lo era; Dorian no podía quererla, amarla, no de esa manera. Amor de amigos eran las tres palabras que siempre habían casado con el retrato de ambos, y aunque el más secreto deseo de Emilie fuese alterar esa verdad, era completamente consciente de la imposibilidad del hecho. Tenía que ser mentira, una broma.
No había podido hacer otra cosa que echar a correr. Sin dirigir una sola palabra ni a Dorian, ni a Víctor, había huido a toda prisa de allí, siendo ambos chicos incapaces de alcanzarla.

La casa de Emilie estaba oscura y en silencio cuando llegó. Demasiado silencio. Tanto que parecía incluso sospechoso. Cuando entró al vestíbulo, se quitó las desgastadas Converse de dos patadas y dejó el paquete de Lucky Strike en la mesilla del recibidor. Entonces se percató: no se oía absolutamente nada, ni un mísero ruido; ni la televisión, ni la radio, ni pasos en la cocina. Movida por un terrible presentimiento, echó a correr por los diferentes pasillos de la enorme casa, que de pronto parecían haberse alargado varios kilómetros con el único propósito de agrandar su angustia. Corrió hasta quedarse sin resuello, y finalmente, la encontró sentada en su habitación, en el piso superior.

Su madre estaba sentada en el viejo sillón negro, con los ojos cerrados, y con una foto entre las viejas manos, que parecían no querer soltarla; se aferraba a ella con todas las fuerzas que tenía. El silencio continuó unos cuantos insoportables minutos más, mientras que ella no se movía ni un ápice. Emilie se acercó a su madre, con el corazón en un puño, y confirmó que no respiraba. No perdió el tiempo: cogió la foto de las manos de su fallecida madre, y acto seguido, llamó a una ambulancia.

Cuando todo hubo terminado regresó a casa y se sentó en el mismo sillón. Todo volvía a ser una mierda.
Observó la foto con cuidado, manteniéndose alerta por si a algún sentimiento se le ocurría intentar entrar en ella de nuevo. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, la visión de aquellas tres caras resurgió nuevos deseos en su interior; sin embargo, se sorprendió a sí misma al descubrir que eran de ira. Sentía ganas de gritar, chillar hasta quedarse muda y después callar porque no había nada más que decir. Ardía en deseos de arremeter contra todo y destrozar cada uno de los objetos que se encontraban a su alrededor, especialmente aquel que sostenía entre sus manos. Sentía el irrefrenable impulso de abandonarse a la violencia y cometer una locura.

Buscó la excusa más tonta para hacerlo. El paquete de Lucky estaba vacío: suficiente. Cogió el teléfono, marcó el número con una precisión y memoria deslumbrante, para esperar tono tras tono con fingida pasividad.

- Prisión del estado de Tejas, ¿dígame? – le atendió una irritante y aguda voz de señora, que por el tono de voz utilizado, parecía harta de descolgar el teléfono y repetir lo mismo una y otra vez.
- Buenas noches, me gustaría hablar con el responsable del caso Hill.
- Escuche, señora…
- Señorita, si no le importa.
- Está bien, señorita, el encargado no se encuentra en este momento disponible y no puede atenderla, así que por favor realice su llamada de nuevo en otro momento.
- No, no voy a esperar. Soy la testigo principal y quiero cambiar mi declaración, así que más le vale correr al despacho del encargado y decirle que levante su culo hasta el teléfono y escuche lo que tengo que decirle.
- Oh… - por fin la mujer pareció darse cuenta de quién estaba al otro lado de la línea -. Está bien, señorita, enseguida será atendida.

No necesitó más de diez minutos para relatar toda la historia, convencer al policía de que era cierta y reservar un vuelo para dos horas más tarde.
Cuando el avión aterrizó y vio el estrellado cielo de Tejas, supo que ya no había vuelta atrás.

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