Los espaguetis y el café eran ya historia cuando Victor decidió que eran horas indecentes para seguir despiertos. Se encontraban él y Emilie sentados en el porche, sin decir nada, apoyados el uno en el otro. El cielo estaba completamente despejado, y miles de estrellas se asomaban a contar su historia una noche más. No habían dicho nada durante horas, pero tampoco veían necesidad. Se habían mirado, en vez de verse.
- Es tarde – susurró Victor, incorporándose.
- Mmm… - su brusco movimiento despertó a Emilie de su ensimismamiento -. Sí, quizá tengas razón - se miraron; ambos entendieron.
- No hace falta que duermas conmigo si no quieres, Emilie – dijo él sin mirarla -. Por algo hay dos habitaciones.
Victor esperó unos segundos, y al ver que no había respuesta, se levantó. “Buenas noches”, susurró de manera casi inaudible, y se marchó a su habitación. Esta vez no hubo beso. Emilie podía oírle bostezar al otro lado de la puerta, podía percibir cómo se quitaba los pantalones desgastados y el ruido que hacía el cinturón de metal chocando contra el suelo de madera. Después, silencio. Un asombroso y abrumador silencio la invadió. Observó a su alrededor y se encontró sola de nuevo, con tiempo y espacio suficiente para ella. ¿No era eso todo lo que quería, lo que siempre había necesitado? ¿Y por qué ahora se sentía tan incómoda? Maldiciendo el extraño poder de Victor, que había echado por tierra el muro que durante tantos años había estado construyendo, Emilie se levantó y entró en la casa con la taza vacía en la mano.
A la altura de la cocina, los sentimientos la desbordaron. Sintió ganas de llorar, de una manera incontrolable e infantil; quiso llorar como nunca lo había hecho, como nunca se había permitido. Quiso saber qué pasaba, pero tenía miedo de preguntar. Un escalofrío le recorría el cuerpo, haciéndola temblar violentamente, tiritando, pero no de frío. La presión ganó la partida y la taza que sostenía cayó al suelo produciendo un estrepitoso ruido. La puerta de Victor no tardó en abrirse.
- ¡¿Emilie?! ¿Qué pasa? – Victor salió corriendo, en calzoncillos y con una camiseta de Guns N’ Roses que utilizaba para dormir.
Cuando la vio, ahí parada, descalza y con la taza hecha añicos a sus pies, se tranquilizó. Avanzó hasta donde ella estaba y le acarició el largo pelo negro que caía desordenado por su cara. Después la abrazó. Emilie no se movió, tenía el aspecto de una muñeca rota, de una marioneta dependiente, de una ola movida a la merced de la marea. Cuando se miraron, decidió que ya no pensaría más: se acabó. Envuelta de una energía que no tenía, arrastró a Victor hasta la habitación y cerró de un portazo.
Horas más tarde, cuando se entregó al sueño, la sonrisa de Dorian acudió de nuevo a sus sueños, como llevaba haciendo más de un año.
* * *
Emilie despertó con el sonido de una batidora. Bostezó, estirándose poco a poco bajo la suave y fina sábana que cubría su cuerpo desnudo. Muy despacio, abrió los ojos y dejó que la claridad la cegase por unos instantes. Cuando recuperó la visión, observó que la cama estaba vacía, y que no había rastro de Victor en la habitación; visto lo cual, se incorporó con energía y buscó algo que ponerse. En la maleta de Victor había una camiseta de ACDC, que le servía de vestido. La camiseta la miraba con desafío: “¿A que no me vistes?”
Dos minutos más tarde, Emilie se encontró con Victor en la cocina, pues él se hallaba preparando el desayuno.
- Wow – dijo él por saludo -, te queda muy bien esa camiseta.
- Gracias – dijo ella, sin poder evitar reírse. Se sentó en uno de los taburetes y esperó pacientemente a que Victor acabase sus labores de mayordomo. Cuando ambos se encontraron sentados, procedió -. Tenemos que hablar.
- Mmm – a Victor se le borró la sonrisa de la cara -. Odio esa frase.
- Creo que ha llegado el momento de que dejemos las cosas claras.
- Em – dijo él con calma -. No hace falta que digas nada, ya sé lo que es. Sé que quieres a Dorian, y que siempre lo has hecho. Sé lo que te duele que él no pueda corresponderte aunque quisiera, y no te lo voy a negar, me alegro, porque sé que en el fondo tengo una mínima oportunidad contigo que no voy a desaprovechar. No sé si es egoísta, pero me da igual, de pequeño me enseñaron que debo pelear por lo quiero, y tú eres lo que quiero, cueste lo que cueste. No te estoy pidiendo que te olvides de Dorian, puedo seguir viviendo como hasta ahora, y perfectamente además. Piénsalo, Em. Yo nunca te pedí que te olvidases de él. No lo hice, y tampoco pienso hacerlo. No hay necesidad de que te compliques ni de que busques un sentido a esta situación. Tampoco tienes porqué elegir: haz lo que el corazón te dicte, y sea lo que sea, lo aceptaré. Ser feliz no es tan difícil, sólo tienes que quererlo.
Emilie se quedó paralizada ante aquel inesperado discurso. Victor había tomado su mano entre las suyas y esperaba con la mirada que reaccionase de alguna manera. Respiró hondo y procesó todas y cada una de las palabras que había oído. Fue en aquel preciso momento en el que se dio cuenta de que sí, Victor tenía razón. ¡No había necesidad de elegir! Quizás si dejaba de torturarse, de esconderse, de disfrazarse… quizás… podría ser feliz. Sonrió.
Al ver su sonrisa, Victor sonrió a su vez. Lo que sintieron en aquel instante difícilmente podría ser descrito, pues la complejidad y a la vez sencillez de sus sentimientos colapsó todo lo existente hasta aquel mismo instante: ahora todo estaba claro, como nunca pareció que lo estaría. La felicidad pareció existir.
* * *
A petición de Emilie, abandonaron la casa nada más desayunar y emprendieron la vuelta a Crisfield. Aparcaron en el centro y se dirigieron a dar una vuelta por las calles del pueblo, que esta vez parecían diferentes, como si emitiesen un extraño brillo… como si estuviesen en un lugar diferente que no reconocían. El sol brillaba fuerte en el cielo y no había ni rastro de nubes: era el día perfecto.
Emilie rebosaba alegría, estaba completamente irreconocible. Sentía como si de pronto todo tuviese sentido, como si hubiese encontrado por fin su sitio. Así lo sentía y actuaba en consecuencia. Quería que todo el mundo supiese que la felicidad existía, que no era un cuento para niñas. Dio la mano a Victor, y paseó junto a él durante horas, queriendo demostrar que aunque hubiesen millones de personas en el mundo, ella sólo necesitaba a unas pocas.
No pudo creer en su suerte cuando vio a Dorian en una de las calles cercanas a la playa. Su mirada se iluminó más todavía, si cabe, y quiso correr hacia él, abrazarlo y besarlo para hacerle partícipe de su renovada felicidad.
Lo que no pudo entender era porqué Dorian tenía aquella cara, como si estuviese a punto de cometer un homicidio.